Camino a Windgällen
Viviana Martinez
“El camino hacia la cima es, como la marcha hacia uno mismo, una ruta en solitario.”
Alessandro Gogna
Una de las principales cualidades del ser humano es el poder de crear constantemente mundos posibles para que los habiten nuestros sueños, deseos y pensamientos. La imaginación nos permite elaborar un diálogo interno que constantemente está edificando realidades, construyendo estadios paradisiacos de confort que se contraponen a la dura realidad de la vida exterior.
Nuestra primigenia idealización del escenario del mundo casi siempre tiene de fondo una cordillera de montañas, ya sea porque continuamente estamos rodeados por ellas, y eventualmente determinan el límite de nuestra mirada hacia el horizonte, o porque aprendimos a imaginarlas detrás de un paisaje icónico construido mentalmente. Las grandes montañas del paisaje real siempre están ahí, observándonos discretamente y viendo pasar el tiempo, a la vez que desarrollan una vida llena de cambios paulatinos. En su estructura almacenan la memoria de los procesos formativos de la Tierra que derivaron en múltiples accidentes geográficos con forma de valles, montes y praderas, espacios que se convierten en distintos hábitats y, dependiendo de su altura, se transforman en el hogar de una gran variedad de formas de vida. Pensar en una montaña convencionalmente nos remite a una imagen geológica, una gran elevación natural del terreno o una eminencia topográfica; sin embargo, la figura de la montaña provoca un sin fin de significaciones para todas las culturas: siendo un puente entre el cielo y la tierra, generalmente se le asocia con la idea de elevación, al mismo tiempo que representa una senda llena de dificultades para alcanzar la cima. Su carácter aparentemente imponente e inamovible se presta para diferentes metáforas sobre el equilibrio y la fuerza, los grandes retos y la sabiduría ancestral. Para diferentes tipos de creencias, encontrar el espíritu de la montaña implica grandes sacrificios: andar en un sinuoso camino sin quitar la mirada a la cima; la búsqueda catártica de un destino que transforma al transeúnte cuanto más vaya avanzando, sin tener un lugar fijo y sin perder la visión de encontrar algo que le sea propio.
El nombre Windgällen originalmente pertenece a una montaña que se encuentra en el noreste de los Alpes suizos. Su imagen se ha vuelto inspiración para la elaboración de un mito en el imaginario de María García-Ibáñez, quien con una mirada casi científica diseña paisajes míticos que describen un lugar que no conoce, pero imagina perfectamente, creando su propia orogenia visual. Para ella es habitual hacer analogías entre lo micro y lo macro, desentrañando las estructuras que conforman al mundo, así sean las capas terrestres o las células humanas. Con esta forma de ver, ha construido su propio hábitat, un posible hogar dentro del paisaje complejo, pero en un formato móvil que se reconstruye continuamente. La presencia de esta figura emblemática ha sido recurrente en su trabajo, quizás sea porque cuando trabaja con la tierra para crear sus propias formas tridimensionales se rodea de escenografías montañosas de la Sierra Madre oaxaqueña, o quizás sea por la añoranza de los Alpes suizos que nunca escaló, pero le persiguieron continuamente en formas cerámicas y dibujos.
Las montañas son el lugar ideal para los dioses, las profecías y los encuentros con una conciencia renovada por las vicisitudes del camino. Las montañas de María son fragmentos de estados de ánimo del paisaje orgánico; diferentes desplazamientos visuales que son narrados a través de sus relieves y elegantemente nos invitan a dar un paseo por sus llanuras, sus climas y sus contrastes. Recorrerlas implica asistir a un desplazamiento estético por la sencillez profunda de sus confecciones; una síntesis equilibrada de la forma en sus principios más firmes y profundos.