Ser, o no , cerro

Xavier Aguirre Palacios

Hoy, como pocas veces, enfrentarme a la hoja en blanco resulta complicado. Acostumbrado, como estoy, a escribir en torno a referentes comunes o populares, escribir sobre la montaña me resulta harto difícil. La multiplicidad significante del tema es de tal abundancia, que encuentro imposible elegir una idea, un refrán, verso o historia, que no se encuentre en la cumbre del lugar común. Pensé en el trashumante Mahoma, en aquellos que aunque viejos todavía reverdecen, en los siete úteros/cuevas de Chicomoztoc y hasta en la magia y la sacralidad de Mann y Jodorowsky. Le di vueltas y vueltas, rizando el rizo, y ningún referente me parecía el adecuado para escribir de una montaña en la lejana Suiza. O más bien, para escribir sobre la representación de una montaña. Mejor dicho: sobre la representación de la representación de una montaña. Eureka.

Empecemos por distinguir la montaña como idea (como representación) de la montaña como realidad. Aceptemos, sin poner demasiada oposición, que hay algo que llamamos mundo, que más o menos todos quienes lo habitamos entendemos de la misma manera. Mundo, concreto, tangible y percibido por nosotros a través de nuestros sentidos y nuestras facultades cognitivas y sentimentales. En ese mundo existen pilas gigantescas de piedra y tierra, elevaciones naturales del terreno, forradas de bosques o selvas, que hemos decidido llamar montañas o montes y, a veces, cerros. Las montañas existen, tan ciertas como el cielo o el océano, y pueblan una buena parte de lo que denominamos Tierra.

Hasta aquí iba bien el asunto con el texto: las montañas existen. Verdades de Pero Grullo, que a la mano cerrada llamaba puño. Y digo iba, en lugar de va, porque la conclusión hacia la que apuntaba se me deshizo estúpidamente entre los dedos. Estaba por iniciar una disertación sobre la montaña como fenómeno, más específicamente, sobre la montaña como una experiencia universal. Escribiría líneas y líneas hablando de las experiencias universales del ser humano, aquellos fenómenos que experimentamos todos, todas y todes, sin importar nuestro lugar de origen, ni nuestro sexo, religión o raza, ni ninguna de las categorías que inventamos para taxonomizar el género humano. Hablaría del cielo y las caricias, del silencio y el frío, y finalmente de la montaña, como un algo que aparece tarde que temprano en la vida de toda persona. Dos cucharaditas de lógica geográfica, me hicieron darme cuenta que hay lugares sin cerros, ni montes, ni nada que se les parezca. Bastísimas estepas, enormes desiertos, planicies en islas o en los polos. Paisajes habitados por poca gente, pero gente igual, cuyos ojos me imagino tristes, tristísimos, porque nunca conocieron, ni conocerán, la inmensidad geológica, la monumentalidad serena de las montañas.

Derrumbado mi propósito original, me empeño de todos modos en hablar de la montaña como fenómeno, así como de las representaciones del mismo. ¿Por qué fenómeno y no cosa? Primero, porque toda montaña está siendo, no es, en tanto que se encuentra en perpetua creación. Estas elevaciones del terreno, son producto de la inquietud tectónica, del perenne movimiento de la litosfera. Toda montaña está naciendo en todo momento, alumbrada en un parto milenario cuyas tremendas contracciones llamamos sismos. Segundo porque son demasiadas y demasiado heterogéneas las posibles interacciones humanas con la montaña. A pesar de su engañosa impavidez, no es lo mismo la cumbre que las faldas o el horizonte. Nada o muy poco tiene que ver la subida del cerro con la bajada, ni la aventura del alpinista con el día a día del recolector de leña. Toda montaña ocurre en una circunstancia específica para quien la percibe y a ello se debe que sea un fenómeno diferente para todo aquel que se involucra con ellas.

Por puro sentido común, si abundantes son los fenómenos, tanto más lo son sus representaciones. Representar es hacer presente algo con palabras o figuras que la mente retiene. Creación y referencia que ofrece un discurso a los sentidos de los demás o a los propios. Discurso elocuente o tratabillante, simple o enrevesado, pero discurso de todos modos que puede hablar al oído o a las manos, con verbos, texturas o formas, por enumerar sólo algunas de las posibilidades. Tiene el género humano una vocación representativa que, por su puesto, ha volcado a lo que llama montañas. El trabajo de María García Ibañez constituye una pequeña muestra de tal vocación.

No hablaré de la materialidad de su obra, quien quiera saber del tema deberá interactuar con ella, sino de sus cualidades moebiusianas. La serie Windgäellen no es la representación de una montaña, sino la elaboración a partir de una elaboración previa. La serie de María nace de la obra del cartógrafo suizo Eduard Imhof, profesor universitario famoso en el medio por su abundante producción de mapas escolares y atlas. Más alla de sus representaciones bidimensionales, Imhof modeló tres relieves que hoy se exhiben en la colección permanente del Swiss Alpine Museum en Berna. Uno de estos modelos es la Windgälle que María usó como referente.

Ese retruecano artístico es lo que más me entusiasma de su trabajo, su vocación representativa dirigida hacia la representación misma. Por ello me parece que tiene grandes similitudes con la banda del matemático alemán August Moebius, figura tridimensional construída con una tira plana, cuyos extremos se unen dando media vuelta a uno de ellos. Ésta tiene la peculiar propiedad de tener un solo borde y una sola cara, fundiéndose en una misma la cara exterior y la interior. La obra de María tiene esta misma cualidad de volverse sobre si misma, de aludir a la facultad misma de aludir, de referir a la referencia y ser con ello representación por dónde se le vea. Una especie de espejo que se mira a sí mismo, que no tiene la posibilidad de devolvernos otra imagen, más que el concepto de la imagen misma.

El conjunto de estas obras, puede entenderse como una analogía de la representación hoy, en donde son tantos los sujetos que producen representaciones, y son tantos los medios y vías por las cuales fluyen ellas, que la representación se ha vuelto fenómeno y deja de ser claro el lugar de la experiencia y ésta deja de tener su lugar usual en la memoria. Cada vez más recordamos como propios, fenómenos que no hemos experimentado, bastándonos las representaciones como referencia y sustento de nuestra interpretación del mundo. Más y más se acercan la memoria y la imaginación en el universo de la representación actual y ser, o no, cerro, ya no es la cuestión.